El Valle de los Ingenios, corazón del negocio azucarero

La villa de Trinidad y su Valle de los Ingenios testimonian el resultado de un devenir histórico estrechamente relacionado con las prósperas industrias establecidas.

El crecimiento de la ciudad y el desarrollo económico de su territorio, “valle, ciudad y costa”, se asociaron desde los primeros tiempos a las actividades ganadera y tabacalera, y más tarde a la azucarera.

La investigadora Teresita Angel Bello asegura que para las tres primeras décadas del siglo XIX, en la villa se consolidaron grandes fortunas azucareras, sobre todo en familias como los Iznaga, Cantero, Borrell, Bécquer y Malibrán.

Los propietarios de los más de 60 ingenios controlaron totalmente la región con intereses comunes, llegando en 1846 a la más alta producción registrada en la historia del Valle.

En su artículo San Isidro de los Destiladeros,  fragmentos vivos de una leyenda cubana, Roberto López Bastida, fundador de la Oficina del Conservador en la tercera villa, destaca algunas de las consecuencias de este florecimiento económico.

Según señala, este éxito se sustentó en una inhumana base de esclavitud y miseria, pero consiguió sintetizar toda una historia de esplendor y decadencias, de trabajo y riqueza, de fundaciones y de relaciones con el mundo exterior.

“En plena convivencia con una ciudad que, por sus valores de conjunto, resulta una verdadera joya del urbanismo y la arquitectura vernácula, acercarse al valle trinitario es conocer la región del centro-sur de la Isla, donde la naturaleza, con su infinita fertilidad, permitió al hombre crear toda una cultura de la plantación, un imperio del azúcar”, escribió.

A lo largo de 270 kilómetros cuadrados, las ruinas arqueológicas y edificaciones todavía en pie dan fe de un desarrollo azucarero que hoy asombra al visitante; los especialistas señalan a San Isidro de los Destiladeros como el conjunto más conservado dentro del área y quizás de toda Cuba.

SAN ISIDRO Y SUS REVELACIONES

El conjunto de construcciones que se localizan en San Isidro de los Destiladeros constituye un auténtico exponente de la arquitectura y la ingeniería azucarera del siglo XIX, a juicio de expertos.

El sitio posee una ostentosa torre-campanario –que sirvió para vigilar a los esclavos–, una casa de estancia, las ruinas de los barracones y las construcciones que complementaban el proceso fabril del azúcar de caña, como la destilería, el molino de barro y la casa de purgas.

Pero fue un siglo antes cuando el otrora trapiche San Juan Nepomuceno cambió su nombre por San Isidro de los Destiladeros, patrón de la agricultura en España, y se convirtió en ingenio azucarero con una dotación de 150 esclavos.

El primer dueño, José del Rey Álvarez, vendió la propiedad en 1806 a don Pedro Matamoros Borrell, quien estuvo construyendo hasta la segunda década del XIX.

Según Yesenia Conde, promotora de la empresa Aldaba, aunque el dueño del ingenio no fue el más rico del Valle, tampoco fue la excepción y, además de tener una ostentosa vivienda en la ciudad, levantó también una casa en sus plantaciones, a la usanza de la época.

De manera que las construcciones que perduran en San Isidro no fueron las más lujosas de los ingenios trinitarios, pero conservan un marcado estilo neoclásico, particularmente la casa hacienda y la torre-campanario.

Esta última, con una altura de 14 metros y base de sección cuadrada, es una de las tres torres que tuvo el Valle de los Ingenios, la más pintoresca de las cuales pervive en Manaca Iznaga.

La de San Isidro se compone de tres pisos, inicialmente abiertos en sus cuatro lados a través de arcos de medio punto, y entre sus elementos ornamentales se descubren pequeños pilares ubicados en la terminación del primer nivel en cada una de sus esquinas y aleros, en forma de cuarto de bocel en todos los pisos.

Pero la verdadera “joya” de este sitio arqueológico es, según la especialista, el tren jamaiquino, sistema de cinco calderas concebido para convertir el jugo de caña en azúcar, cuyas ruinas se mantienen en estado impecable.

Su estructura conformaba, entre muros de mampuestos y bóvedas de ladrillo, el sistema de cocción del azúcar con las cinco calderas conectadas a un cañón que transmitía el calor de un fuego único.

Según el historiador Julio Le Riverand, este adelanto fue “la expresión típica de la revolución industrial en los ingenios azucareros”, y aunque llegó a Cuba proveniente de Jamaica, en realidad es de origen francés.

La cocción del azúcar sucedía por el trasiego de los caldos de una caldera hacia la otra. Todas estaban situadas en el mismo cañón de calor, que simulaba la función de un tren a vapor con sus vagones, explica Conde.

El tren jamaiquino se alimentaba con bagazo y llevaba un solo fuego debajo de la última caldera, por lo que el calor se distribuía en el conducto de vapor.

Su gran ventaja sobre los trenes de fuego antes usados en Cuba consistía en la economía de combustible y de brazos para atender el horno. De ahí que resultara un aporte vital en los momentos de crisis de la industria ante la abolición de la esclavitud.

LOS SECRETOS POR DESENTERRAR

Como si tuviera mucho más que contar, San Isidro convida a expertos cubanos y extranjeros a realizar excavaciones, levantamientos y otros ensayos sobre el sitio destinado, según el Plan de Manejo del Valle, a convertirse en un “museo a cielo abierto”.

Por ello aquí laboran diariamente arqueólogos especializados de la Oficina del Conservador de Trinidad, en zonas aún por desenterrar.

Este año, por ejemplo, los trabajos se concentran en la cocina y la casa de molinos, donde se ubicaron los trapiches y la máquina de vapor, explicó a Correo de Cuba Leonel Delgado, jefe del Departamento de Arquitectura de la institución.

Allí se encontraron las bases de los molinos que extraían el jugo de la caña y el sistema que los llevaba hasta la recibidora.

La labor de estos expertos y el apoyo de varias instituciones procuran desde el año 2000 develar el modo de vida y de producción del azúcar durante los siglos XVIII y XIX en el país.

Según López Bastida, se trata de un intento para salvar y recuperar la memoria aún viva de esta reliquia, donde se entrelazan las más auténticas raíces y misterios de los siglos de colonización y desarrollo del Nuevo Mundo.

fuente. Rev. Nación e Inmigración

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